Contaba una joven monja que muy agobiada fue a consultar a su director espiritual: “Mire, padre, estoy muy preocupada. Es que, cuando estoy mejor en la capilla, es cuando no hago nada, ni pienso en nada; simplemente estoy”. El sacerdote sonrió: “No se preocupe, hermana, acaba de descubrir el silencio”. La religiosa no se fue muy convencida. ¿Cómo podía alcanzar aquella paz interior sin pensar, reflexionar, sin leer algo? Y sin embargo, estando así simplemente, saboreaba una quietud y una alegría que nunca hasta entonces había disfrutado.
Vivimos más que nunca ensordecidos por el ruido. Hay un
ruido exterior que no para: en el bar, en el coche, en casa, en la calle. La
radio, la tele, el móvil, los mensajes, la publicidad nos embotan los sentidos.
Pero hay otro ruido interior más peligroso, el de la mente, que runrunea dentro
de nosotros desde un personaje que creemos ser y no somos. Te da la tabarra con
la culpabilidad del pasado, que ya no existe, y por tanto se convierte en una
tortura inútil. O con las preocupaciones de lo que va a venir, un futuro lleno
de miedos que nos adelantamos también inútilmente de forma masoquista, porque
aún no sabemos realmente cómo será.
La mente siempre nos
contamina con sus ruidos, alejándonos de lo que es. Sólo el silencio nos
libera. Pero le tenemos pavor, porque lo identificamos con soledad y vacío, sin
apreciar que es una soledad acompañada del Universo y un vacío lleno. Escribe
Benedetti:
Qué espléndida laguna es el silencio
allá en la orilla una campana espera
pero nadie se anima a hundir un remo
en el espejo de las aguas quietas.
Si nada más levantarnos, se enciende la tele en casa, y se
apaga al irnos a la cama; si las noticias, en su mayoría negativas, nos
bombardean día y noche; si el teléfono móvil, la publicidad y las redes
sociales se han convertido en nuestro cordón umbilical con la vida, vivimos
dentro de una nube de ruidos. Un autor anónimo medieval del siglo XIV escribió
un libro titulado La nube del no saber. Es curioso lo moderno que resulta este
viejo tratado en rechazo de toda conceptualización, en lo que coincide con el
interés que despierta hoy en Occidente la meditación oriental del yoga y el
zen. Quizás porque se ha convertido en una urgente necesidad de subsistir.
Se trata de un hecho que va más allá de las religiones e
incluso de la fe y la increencia. El silencio interior es la mejor terapia que
existe. Dice la maestra zen Ana María Schlüter que “el silencio es regresar a
casa”, es decir, recuperar nuestra identidad que está en el fondo de nuestro
ser, sobre el cual hemos echado mucha hojarasca, mucho ruido.
A la gente le da miedo el silencio porque cree que cuando se
queda sola consigo misma le van a morder todos sus monstruos interiores. O que
no va a conseguirlo por las distracciones y los pensamientos que reaparecen.
Hay métodos sencillos como contar respiraciones de diez en diez o repetir una
frase o una palabra. Pero el objetivo es intentar, sin tensiones, sortear ese
“loro interior” e ir conectando con el fondo de nuestro ser, donde estamos
bien; quizás porque salimos así de fábrica y poco a poco nos hemos ido
estropeando con palizas mentales e identificaciones absurdas: nos centramos en
el papel que representamos en la comedia de la vida más que en lo que en el
fondo somos.
No deja de ser paradójico, en un mundo hipercomunicado como
el nuestro, que la tristeza mayor del hombre provenga de sentirse solo en medio
de una multitud, solicitado por millones de signos y sonidos. El silencio cura
porque nos conecta con lo que somos, nos devuelve a la unidad con todo. Mejor
lo sintetiza esta hermosa frase de Tagore: “Pues que se prende en ti el polvo
de las palabras muertas, lava tu alma en el silencio”.
PEDRO MIGUEL LAMET
Periodista, escritor y director de la revista
"AVIVIR" del Teléfono de la Esperanza
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