Quizás eres una de esas personas que siempre está lista a
ayudar a los demás. Tienes carácter amigable y te gusta servir a otros, darles
lo mejor de ti. Con frecuencia puedes notar que, por un lado, tus esfuerzos no
se ven compensados con una solución real para los problemas del otro; y, por
otro lado, no recibes ayuda con el mismo esmero con que la brindas.
Tus intenciones son, seguramente, muy nobles. Y aunque le
colabores a los demás sin esperar realmente nada a cambio, te preguntas por qué
llegan a ser injustos contigo. Te frustras también porque, a pesar de todo el
empeño que pones, finalmente no logras marcar un punto de quiebre en las
dificultades de otras personas. ¿Qué pasa? Que a veces lo mejor que puedes
hacer por los demás, es precisamente, no hacer nada.
La mariposa que no voló
El esfuerzo del pequeño animal era titánico. Por más que lo
intentaba, una y otra vez, no lograba salir del capullo. Llegó un momento en
que la mariposa pareció haber desistido. Se quedó quieta. Era como si se
hubiera rendido.
Entonces el hombre, preocupado por la suerte de la mariposa,
tomó unas tijeras y rompió suavemente el capullo, a lado y lado. Quería
facilitarle al animalito la salida. Y lo logró. La mariposa salió por fin. Sin
embargo, al hacerlo, tenía el cuerpo bastante inflamado y las alas eran
demasiado pequeñas, parecía como si estuvieran dobladas.
El hombre esperó un buen rato, suponiendo que se trataba de
un estado temporal. Imaginó que pronto, la mariposa extendería sus alas y
saldría volando. Pero eso no ocurrió. El animal permanecía arrastrándose en
círculos y así murió.
El hombre ignoraba que la lucha de la mariposa para salir de
su capullo era un paso indispensable para fortalecer sus alas. En ese proceso,
los fluidos del cuerpo del animal pasaban a las alas y era así como se
convertía en una mariposa lista para volar.
No intervenir es también ayudar
La moraleja de esta historia podría describirse así: no
hagas por otros nada que ellos puedan hacer por sí solos. De pretender ayudar a
los demás desinteresadamente a adoptar un papel salvador que les hace, y nos
hace, daño, hay solo un paso.
Ayudar sin que alguien lo haya pedido, o realizar
sacrificios gigantescos por otros, puede ser un gran error. Nos puede animar un
sentimiento auténtico de generosidad, pero también la motivación puede ser un
deseo secreto de generar dependencias de los demás hacia nosotros.
Con esa ayuda ilimitada podemos conseguir que las personas a
nuestro alrededor se vuelvan pasivas y egoístas. Además, intervenimos en su
desarrollo y probablemente estemos contribuyendo para que nunca “extiendan las
alas”.
De este modo, fácilmente una persona puede dejar de ser el
salvador para convertirse en víctima del “salvado”. Genera las condiciones para
ser objeto de la explotación de otros y son los demás quienes toman el control
sobre él. Es una situación en la que nadie sale ganando.
Evitarle esfuerzos o luchas a otros, es también evitarles
logros y libertad. El secreto está en darle la mano a los otros cuando LO
NECESITAN, no cuando LO QUIEREN. Alguien en condición de vulnerabilidad demanda
nuestra ayuda, nuestra solidaridad: una persona enferma, física o
emocionalmente; alguien que se encuentra en condiciones de limitación; otro que
requiere un aporte puntual para seguir adelante.
El otro secreto es ofrecer una ayuda concreta. Ayudar a
alguien no significa adoptarlo de por vida. Esto se aplica incluso con los
hijos, porque el propósito es ayudarles a volar y no a seguir moviéndose en
círculos eternamente. Así que la solidaridad bien entendida ofrece ayudas
específicas, no contratos de apoyo a término indefinido.
Dice una máxima oriental una gran verdad:
“Es mejor cumplir con nuestro
deber que con el deber del otro, por bien que lo podamos hacer”
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