Se diría que el viejo Séneca acaba de salir de uno de
nuestros grandes almacenes el día que dijo: “Compra solamente lo necesario, no
lo conveniente. Lo innecesario, aunque cueste sólo un céntimo, es caro”. Y es
que todos de algún modo somos víctimas de un consumo compulsivo.
Aparte de fenómeno de huida, evasión, escape de la soledad o
de adquirir imagen, lo que solemos ignorar es que este comportamiento oculta un
peligro mucho más serio. Porque olvidamos que la idea dominante, consciente o
inconsciente, que hay detrás de este fenómeno del consumo desbocado, que
caracteriza a nuestra sociedad, es siempre la misma: tener es igual a poder. O
“tanto tienes, tanto eres”. La gente no se fija en la profundidad de tu mirada,
el valor de tus palabras, en tu capacidad de ternura y comprensión. Te mira la
apariencia, el traje, el modelo de coche y hasta la marca del móvil. Por la
misma razón, por ejemplo, se nos produce un rechazo ya por la vestimenta, el
color de la piel o el estatus económico. Esto explica el que nos apartemos casi
instintivamente del roce de un inmigrante o un mendigo, sin apenas haber
conversado con ellos.
Fromm denunció en sus excelentes
libros que, para dominar a otros seres humanos, necesitamos usar el poder con
el fin de doblegar su resistencia. Y que para mantener el dominio sobre la
propiedad privada necesitamos ejercer dicho poder para protegerla de los que
quisieran quitárnosla, porque ellos, como nosotros, nunca tienen bastante; el
deseo de tener propiedades privadas produce el deseo de usar la violencia para
robar a otros de manera abierta u oculta. En esta peligrosa órbita del “tener”,
nuestra felicidad depende de nuestra superioridad sobre los demás, de nuestro
poder y, en último término, de nuestra capacidad para conquistar, robar y
matar. De aquí que tal ansia acabe por engendrar violencia.
Por el contrario, desde la mentalidad de los que se
preocupan por “ser”, la dicha depende de amar, compartir y dar. Es gratis, y
hoy día lo gratuito no está de moda.
¿Por qué compramos de forma compulsiva?
¿Qué nos lleva a pasar tanto tiempo en esos santuarios laicos que son los
grandes almacenes? ¿Se trata de una conducta patológica o de una auténtica
necesidad? ¿Qué mueve a los jóvenes a vivir subyugados por las marcas en vez de
la bondad del producto? ¿Qué esperanza tenemos de curación de esta especie de
enfermedad colectiva?
Por una parte, el problema nos plantea un círculo vicioso:
nuestra sociedad, basada en la economía neoliberal, necesita del comercio para
subsistir y nos envuelve en la burbuja de la publicidad hasta atraparnos y
crearnos falsas necesidades. Por ejemplo, nos comen los coches, pero reducir la
producción del automóvil dispara el paro y la inflación. Por otra parte, este
esquema nos está destruyendo como sociedad, contaminado el planeta y lo que es
peor olvidando una sana ecología espiritual, que partiría de una educación en
valores más que en la carrera por el dinero a la que lanzamos sin pudor a
nuestros hijos.
El resultado es que la gente, embotados sus sentidos, se
pierde lo mejor de la vida. O como decía nuestro gran pensador y ensayista José
Ortega y Gasset: “Algunas personas enfocan su vida de modo que viven con
entremeses y guarniciones. El plato principal nunca lo conocen”. Sólo cierto
ayuno permite despertar de este engaño colectivo, la locura del tener frente a
la alegría del ser, que nos hace personas.
PEDRO MIGUEL LAMET
Periodista, escritor y director de la revista
"AVIVIR" del Teléfono de la Esperanza
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